Lunes, 10 de Noviembre 2025.
Desperté atónito. No por una pesadilla. No por un sobresalto físico.
Desperté porque tuve un sueño político, y el cerebro me lo gritó tan fuerte, que me arrancó del sueño.
Soñé que Raquel Peña, la vicepresidenta dominicana, se había convertido en una auténtica socialista revolucionaria.
Sí, así mismo: revolucionaria socialista. Era dificil de creer.
La mujer de la élite industrial, de los círculos empresariales, había roto en mil pedazos el status quo. Y su clase, indignada, la acusaba de traidora. Pero ella estaba decidida. Radicalmente decidida.
En mi sueño, Raquel hablaba con palabras filosas como acero;
con firmeza, sin titubeos, con vocación de destino.
Era una lideresa que se colocaba del lado de los obreros, campesinos, amas de casa, micro, pequeños y medianos productores. Una vicepresidenta abrazada por la gente común, y lo más increíble: ella los abrazaba de vuelta. No con protocolo, sino con sinceridad.
La élite la había perdido. Raquel ya pertenecía abajo.
Y como una socialista genuina, en mi sueño ella asumió el camino antineoliberal. Se declaró frontalmente contra los fideicomisos, contra las privatizaciones disfrazadas de modernidad. Y fue más lejos: propuso que las enormes ganancias de las élites debían ser gravadas con justicia fiscal.
La gente se lo celebraba. La ovacionaba. La amaba.
La imagen era casi cinematográfica: líderes internacionales del progresismo la felicitaban. Ella conversaba con ellos. Se integraba como referente latinoamericano.
Y entonces comprendí el punto exacto del estremecimiento:
Raquel Peña no administraba el poder. Lo transformaba.
Era una mujer de decisión firme y de pasos grandes; sin miedo, sin temblor en la voz al tomar decisiones trascendentales.
Cuando desperté, todavía tenía el pulso acelerado, porque ese sueño, aunque sueño sea, me demostró algo:
A veces, para estremecer el país, basta con imaginar que alguien se atreve a romper el molde.
Desperté porque tuve un sueño político, y el cerebro me lo gritó tan fuerte, que me arrancó del sueño.
Soñé que Raquel Peña, la vicepresidenta dominicana, se había convertido en una auténtica socialista revolucionaria.
Sí, así mismo: revolucionaria socialista. Era dificil de creer.
La mujer de la élite industrial, de los círculos empresariales, había roto en mil pedazos el status quo. Y su clase, indignada, la acusaba de traidora. Pero ella estaba decidida. Radicalmente decidida.
En mi sueño, Raquel hablaba con palabras filosas como acero;
con firmeza, sin titubeos, con vocación de destino.
Era una lideresa que se colocaba del lado de los obreros, campesinos, amas de casa, micro, pequeños y medianos productores. Una vicepresidenta abrazada por la gente común, y lo más increíble: ella los abrazaba de vuelta. No con protocolo, sino con sinceridad.
La élite la había perdido. Raquel ya pertenecía abajo.
Y como una socialista genuina, en mi sueño ella asumió el camino antineoliberal. Se declaró frontalmente contra los fideicomisos, contra las privatizaciones disfrazadas de modernidad. Y fue más lejos: propuso que las enormes ganancias de las élites debían ser gravadas con justicia fiscal.
La gente se lo celebraba. La ovacionaba. La amaba.
La imagen era casi cinematográfica: líderes internacionales del progresismo la felicitaban. Ella conversaba con ellos. Se integraba como referente latinoamericano.
Y entonces comprendí el punto exacto del estremecimiento:
Raquel Peña no administraba el poder. Lo transformaba.
Era una mujer de decisión firme y de pasos grandes; sin miedo, sin temblor en la voz al tomar decisiones trascendentales.
Cuando desperté, todavía tenía el pulso acelerado, porque ese sueño, aunque sueño sea, me demostró algo:
A veces, para estremecer el país, basta con imaginar que alguien se atreve a romper el molde.
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