Martes, 16 de diciembre 2025.
La ambición no tiene nada de buena. No es una virtud ni un empuje sano, es un vicio y una carga dificil de llevar que se ha querido vender como éxito.
A los ambiciosos el sistema los pone en un pedestal. Se les llama “exitosos”, “ganadores”, “ejemplo a seguir”, pero por dentro cargan la ansiedad de no perder, la desconfianza permanente, la necesidad de seguir acumulando aunque ya no sepan para qué. La ambición nunca se sacia y apaga la vida de quienes la padecen.
El problema es que esa ambición no se queda en quien la practica. Las peores consecuencias las paga el pueblo.
La ambición no tiene nada de buena. No es una virtud ni un empuje sano, es un vicio y una carga dificil de llevar que se ha querido vender como éxito.
Cuando alguien tiene más de lo que necesita para vivir con dignidad, ese exceso no lo hace mejor persona ni más feliz; lo aplasta, lo inquieta y lo deja vacío.
Es como cuando una persona come de más. Al final, en lugar de satisfacción, solo siente malestar.
A los ambiciosos el sistema los pone en un pedestal. Se les llama “exitosos”, “ganadores”, “ejemplo a seguir”, pero por dentro cargan la ansiedad de no perder, la desconfianza permanente, la necesidad de seguir acumulando aunque ya no sepan para qué. La ambición nunca se sacia y apaga la vida de quienes la padecen.
El problema es que esa ambición no se queda en quien la practica. Las peores consecuencias las paga el pueblo.
Mientras unos pocos llenan cuentas y bóvedas, miles de millones sobreviven con sueldos que no alcanzan, con comida cada vez más cara y con servicios básicos convertidos en lujo. El exceso de pocos es la miseria de muchos.
Una sociedad que aplaude la ambición termina justificando la injusticia. Se vuelve normal que unos tengan de sobra y otros no tengan nada. Se pierde el sentido de lo justo, de lo humano, de lo necesario para vivir con dignidad.
Por eso, rechazar la ambición no es rechazar el trabajo ni el esfuerzo; es negarse a aceptar un sistema donde el “tener más” vale más que la vida de la gente.
Una sociedad que aplaude la ambición termina justificando la injusticia. Se vuelve normal que unos tengan de sobra y otros no tengan nada. Se pierde el sentido de lo justo, de lo humano, de lo necesario para vivir con dignidad.
Por eso, rechazar la ambición no es rechazar el trabajo ni el esfuerzo; es negarse a aceptar un sistema donde el “tener más” vale más que la vida de la gente.
El verdadero bienestar no es acumular sin límites; es garantizar que nadie tenga de más, mientras otros carecen de lo mínimo para vivir con dignidad.
La ambición es como un arma de doble filo. Corta a quien la carga con herida cada vez más abierta y al mismo tiempo causa profundo sangrado a sus victimas.
Se precisa, entonces, de la mayor inteligencia y sensibilidad humana para dignificar el curso inhumano de la historia.

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